A Celeste y Hernán
Juana relata historias de un país donde no se vive sin niebla, y la lluvia es cuestión de siempre. Según ella las personas que allí habitan rara vez sonríen y muy pocas veces miran a los ojos. Cuenta que los animales, igual que los hombres, tienen el corazón turbado y sólo algunos gatos vagan sobre muros verdes. Juana aclara que los perros sucumbieron a tanta intemperie. En ese lugar no hay mujer que guste de usar pantalones ni faldas cortas, son mujeres de verdad, de las de antes; las telas negras de sus polleras son de un luto lascivo. Ese luto se ve interrumpido varias veces a la semana, cuando los hombres las buscan con cuchillos en sus arterias, penetran sin voces con aullidos, con estrellas muertas sin arcoíris. Es guillotina que se llora el día después, manchas que no se lavan. Será cuestión de entender si se quieren o no, parecen ser -son- luchas titánicas de pertenencia o desvíos de perro extraviado. Juana sabe lo que sucede con las hijas que se paren entre tanta lluvia. Celeste quiere saber sobre el destino de esas hijas nacidas bajo los equinoccios mojados, antes de que la historia entre en ese silencio blanco, sin memoria, que envuelve a su abuela.Todas ellas terminan ahogadas en un balde o convertidas en Sirenas en una calle de París, murmura Juana, sobre un sorbo de té inglés.
Florencia O’Donnell
Sólo algunos gatos vagan sobre muros verdes